La introspección neutral.
En 1964 y con la gloria acariciada con poco más de 32 años, Glenn Gould anunció públicamente que se retiraba de las salas de conciertos para centrarse exclusivamente en la música, o mejor dicho, en su introspección. Halló el espacio sustituto en el estudio de grabación y posteriormente en la intimidad de la radio, pero abriendo la amplitud de la subjetividad más allá de la comunión de todo un auditorio. Para Gould, la música debía ser percibida de manera íntima e inmediata sin el constrictor apoyo del público circundante; así no resultaban sorprendentes las interminables reclusiones voluntarias del pianista en alguna parte del Canadá, ni su escaso aprecio por formas como la sinfonía o la sonata por parecerles demasiado discursivas -por no decir de la ópera-.
Gould no concedía al modo de expresión ninguna importancia por encima del valor intrínseco de la obra ejecutada, su construcción en sí y no su materialización sonora, no pretendía hallar la belleza del sonido, sino el modo más neutral de hacer llegar la estructura con las mínimas intermediaciones. Quiso desaparecer como músico de modo imposible, dejando únicamente la constancia de la música, que es lo que en definitiva da sentido al intérprete. Quizá por ello, Gould adoptó la fuga como la forma de su vida, huyendo primero de las grandes salas, luego de la gente -uno de sus biógrafos, Jonathan Cott, nunca le vió personalmente pese a la cantidad de horas compartidas con el maestro en interminables conversaciones telefónicas -y por último de su propio sonido.
Aunque su oficio “le obligaba” a mantener un contacto simbiótico con el público, para Gould una de las medidas más sanas para el restablecimiento de la introspección de la música era la supresión del aplauso, puesto que la más sincera justificación del arte es la combustión interna que suscita en el corazón de los hombres y no en sus manifestaciones públicas; la finalidad del arte no es la de arrancar momentáneas expulsiones de adrenalina, sino servir de plataforma progresiva para erigir estados de admiración serena. El interés de Gould radicaba en la reconducción de la introspección a las salas de conciertos y tetros. Es precisamente en esa inmediata comunión directa de artista y auditor donde sin embargo sí puede ser experimentada sincera e íntimamente la música.
La pluralidad del yo
Cuando se retiró “del directo” en 1964, Gould había optado por dejar que la gente oyese su reflejo en los vinilos y luego como sombra catódica a partir de su contrato con la emisora CBC (para la que realizó tres programas centrados en la soledad). La silueta de Gould iba a traspasar más espacio(s) dispersa e infinitamente desde sus registros incidiendo íntima y subjetivamente en cada oyente. Todas las voces del yo circunstanciales que confieren la polifonía del cuerpo estaban posibilitadas más allá de los márge-nes limitadores del auditorio, del piano, de la partitura.
En el contrapunto, su forma favorita, las líneas melódicas se van engarzando como voces que dialogan entre sí, imitándose o persiguiéndose a medida que el discurso musical también avanza; Gould adoptó la técnica contrapuntística basándose en su infinita posibilidad de combinatoria de sus propios elementos. También Gould buscaba sustituir una partitura real “por una mental”, yendo más lejos de las notas de un Yo, el de los autores de la pieza, interpretándolos sin dejar de ser ellos pero integrando sonidos al piano que no eran los que precisamente pertenecían por norma; Gould hace de su instrumento una cosa plural, con tantas posibilidades como libertades ofreciera la invención improvisatoria.
Siempre en contra de los cánones estéticos, acusaba a los críticos de haber llevado sus tomas de decisión valorativa a cotas de perfeccionamiento científico. Los contrarios al manierismo “del no” de Glenn Gould le echaron en cara que su público identificara en él más al intérprete gestual y expresivo por encima de su calidad técnica, hecho que desató su desinterés por el “contacto visual” con su público. También se le espetó que, pese a su gran sentido de la pulsación y el ritmo, manifestara poca capacidad de penetración en el sentido absoluto de las obras, cuando era precisamente esa búsqueda hacia el sonido neutro lo que fundamentaba la técnica gouldiana, de manera que la estructura de la obra llegara al oído del respetable con las mínimas intermediaciones.
Por último, sus amaneramientos y largas pausas quebradas, los staccato asépticos, crudos (en loor de esa fácil identificación melódica), se convirtieron en “marca de la casa” pero también en un lastre romántico. Sin embargo, retoma de este canon esa idea de relacionar la creatividad de la ornamentación suministrando a un artículo ya existente cierto pequeño realce del que antes había carecido o que, tal vez con más precisión, no había tomado como necesario.
Así pues, la relación entre la imitación y la invención es, en términos generales, de estrecha armonía. Antes que el impulso por inventar, por complementar y/o realzar, debe existir previamente el interés por imitar. El rebelde, el anarquista o el artista avant-garde -y entiéndase este apelativo más como una actitud hacia la música que como si fuese un género autónomo o un simple movimiento musical más, como aprecia John Zorn- buscará establecerse (o avanzar) esa relación invención-sobre-imitación más arriba que el conservador, que se contentará con reordenar lo admirado con ciertos atisbos tímidos de ornamentación inventiva aquí y allí.
La inmediatez en la distancia
El espacio llenado por Gould más allá de sus reclusiones no comenzaba en sí mismo y terminaba en los demás, sino que se proyectaba más allá de ellos y hacia dentro. Para empezar, el sonido era creado por el tacto y dilatado sin accidentes, demostrando prácticamente que los tempi son tan sólo pura apertura de espacios más que un asunto de velocidad.La nota llegaba precedida por su espera, y ésta estaba suspendida como protección, un silencio entre paréntesis que “materializaba” aún más la música acariciada y tarareada por Gould. En esa distancia virtual, en ese silencio “cuarteado por sonidos” existía Gould. Aislándose a voluntad para tocar descubría en la intimidad, en la soledad casi uterina del estudio, la manera de hacer música de modo más directo, más personal(izada)que en cualquier sala de conciertos.
Pero a Gould no le representaba tan solo esta atmósfera ideal para crear, sino el espacio -cualquier espacio construido por el yo– como un lugar donde sentirse protegido del exterior, con la doble función de separarlo de los otros y de proteger el propio cuerpo, sumándose a un exilio interno que en buena medida quizá huía de los sufrimientos producidos por los contactos humanos.
Pero, aunque soledad y aislamiento pudieran confundirse, bien es cierto que este último concepto comporta un grado de impermeabilidad social y de incomunicación que no se adhiere al afán de un músico. Consciente de la necesidad de transmitir mensajes, Gould no renuncia sin embargo “a estar consigo mismo”. Pero para ello ha de extender su espacio vital íntimo más lejos del mero monólogo y explora sus “otros yo” en entrevistas inexistentes (con el director de orquesta tradicionalista Sir Nigel Twitt-Thornwaite, con el crítico musical Theodore Slutz, con el compositor serialista Karlheinz Klopsweisser…). En sus incursiones radiofónicas adaptaría la técnica del contrapunto hilando sus personajes en sí mismo. La radio, como medio prototípico del alma solitaria, es utilizada también como mecanismo protector. Si primero fue el teclado, pero condicionado a la expresividad de los gestos, luego el micrófono permitiría alinearse “físicamente” del entorno y acercarse a todo el mundo igual que ofrecían los nuevos recursos tecnológicos de grabación.
Gould opta por la quietud del estudio y la escucha de un vinilo como formas de comunicación más válidas, sobre todo porque se trata en cualquier caso de una experiencia individual(izada). La distancia aséptica de la tecnología, como también el teléfono cabría añadir, le proporciona mas seguridad y “naturalidad” a su mediación comunicativa. El espacio de Gould no es sin embargo ningún espacio concreto, el suyo podía ser una habitación de hotel con teléfono o un estudio de grabación con una mesa de mezclas, lugares desde los cuales atravesaría otros muchos espacios diferentes, sin importarle la historia de las cuatro paredes que le encerraran físicamente. Solo los intrumentos imprecisndibles que le acompañaban (el piano, el teléfono, el micrófono) eran la excusa metafórica de su soledad. Desnuda su voz y “su” música de su persona y su matiz pianístico, Gould huyó de lo subjetivo para hacerse más propio e intransferible, aunque parezca una paradoja.
Por Iván Sánchez
