MALESTAR EN EL PARAÍSO
Ausente perforado
Ausente perforado
en tantos y tantos lugares
mudo recorrido
por sombras de antiguos pesares
Callada la noche viene y gobierna
la vastedad de una sombra sin tregua
Cano el día restalla
y rasga las telas sucesivas
(burdo escenario en la cruel tragicomedia)
donde pululan espectrales formas vivas
Cómo puede la ausencia
volverse espacio,
volverse materia?
Yo camino y pas
a través de calles, a través de humanos
cuando mis miembros (insoportable lepra)
se separan y alzan y estallan
unos metros más arriba
hasta volverme puramente nada.
Pero, al día siguiente, despierto en m i cama
Intacto,
Y con el alma vacía.
Once de Septiembre, año 2.001
Han caído las Torres
sobre el tablero del mundo:
once de septiembre,
año dos mil uno.
Devoradas por las llamas ardieron
durante horas insoportables.
Los gritos demenciales
casi destacaban
sobre los gritos habituales.
Al final, frente a todo pronóstico,
se desplomaron a media tarde.
Compendio de horrores, compendio de males
harto frecuentes en nuestra historia,
caídas, en vez de alzadas
-entre humos, entre huesos, entre escoria-
como un anti-monumento,
como un crudo advertimiento,
en los albores del nuevo siglo,
que nace sin demasiada fe en sí mismo.
Han caído reyes,
han caído cientos de peones:
la sangre mana, sin cesar,
a borbotones.
Pero, ¿dónde están las soluciones?
La raíz del problema, ¿dónde?
Yo me niego a seguir esta comedia, este horror,
esta tragedia,
de niños consentidos que, invariablemente,
apoyan siempre al más fuerte.
Alfiles, enajenados,
corroídos por el odio y la ambición,
envían caballos alados
dispuestos a inmolarse,
ansiosos de arrojar excrementos incendiarios
sobre la inerme población.
Y, al final, cuando ya no quede nada,
Salvo jirones de humo y arcilla seca,
derruidos termiteros, esqueletos inciertos,
sobre la yerma cuadrícula del tablero,
¿quién habrá ganado la fenomenal batalla?
-¡Gana la banca! -Ni blancas ni negras,
¡Gana la banca! –reirá la muerte,
cabalgando jocosa una ilusoria L
sobre el tablero desolado:
-JAQUE MATE.
El mejor de los mundos posible
Nacer a un mundo
donde las suertes han sido ya asignadas.
(Partir con desventaja).
Pasar por la infancia
como un juguete roto.
(Sufrir, del adulto,
el impune robo).
Brillar y arder fugazmente
en la rápida hoguera adolescente.
(Llevar bridas y ser salvajemente domado).
Acceder al trabajo.
Perder todo derecho, volver al paro.
(Padecer la confabulación de ineptos y enchufados).
Enmudecer, malvivir atado de pies y manos,
mientras otros hablan y toman las decisiones;
habitar un gélido supermercado,
erigido sobre los restos de antiguas poblaciones;
y saber, que en la trastienda de cada banco,
una oscura trampilla se abre
al despacho de inmundos dictadores.
Humo, viento, polvo, cenizas, nada.
Coágulos de mentira y falsedad.
La fetidez de la carne, pudriéndose al Sol.
Ríos de hambre, ríos de sangre.
Reproducirse (reproducir el error). Y Morir
remorir. Y remorir. Y : ¿hasta cuándo?.
Éramos puros e inocentes, pero ya no
Éramos puros e inocentes, pero ya no.
En nuestra mirada refulgía la llama
esplendente y blanca de la pureza ilimitada
y la inocencia.
Nos hablaban de crímenes, atrocidades pasadas,
pero el nuestro era un mundo esplendente y blanco
de pureza ilimitada.
Pero ya no.
Ha habido guerras y epidemias adosadas
al envés de la espalda y, de ser una carga,
pasaron a nutrirnos.
Nos estaban esperando: ¡Adelante!
Vamos, si está muy rico,
toma otra cucharada:
zumo de niños muertos,
para que crezcan fuertes
y sanos los niños buenos.
Pero ya no.
Hemos vendido a sus hijos,
prostituido a sus madres,
asesinado a su padres
(fomentando guerras lucrativas)
diezmado poblaciones enteras
(traficando con recursos básicos)
expoliado países
desgarrado naciones,
tantas, tantas atrocidades
que, de nuestra boca,
no cesa de manar sangre.
Y, por mucho que querer queramos
jugar al juego de blanco
de la pureza esplendente y blanca
y la inocencia,
nuestras manos,
torvas y ensangrentadas,
no saben ya donde esconderse,
y nuestra mirada,
criminal,
torva y ensangrentada
de niños que se hicieron
altos y fuertes
bebiendo el zumo de la muerte,
no sabe ya donde esconderse,
sumida en unos párpados
que rezuman
oscuridad y muerte:
cifras y datos,
nichos y simas,
avenidas y mares,
sobre los que cabalga
frenética la muerte.
Y, qué queréis que os diga:
ya no, mis odiados cómplices,
ya no.
Como un terrorista de Hamás
Si yo pudiera estallar
como un terrorista de Hamás
-pero sin necesidad de explosivos-
simplemente fff – fff – fff,
hincharme como un sapo,
en un hartazgo de tristeza o alegría
-eso, a fin de cuentas,
importaría un pimiento-
y fff – fff – fff, boooouuuummm,
explotar, explotar, explotar,
y llover sobre los demás
en forma de petróleo y lluvia ácida,
para toda esa miseria autocomplaciente,
para todas esas caras recortadas
del anverso de un euro
que se pasan el día
repitiendo por favor y gracias,
siéntese, no le atenderé sino se calma;
explotar, explotar, explotar,
y llover sobre los demás
en forma de semen, maná, lluvia dorada,
para todas esas miradas lujuriosas
que chisporrotean junto a uno al pasar;
explotar, explotar, explotar,
y llover sobre los demás
en forma de estrellas
pétalos de rosas y besos
profundos, voluptuosos,
para toda esa gente cuyas miradas
son como faros para el navegante,
cabezas mecidas por una suave
brisa de notas ondulantes
que jamás perdieron la limpieza
de un cielo de agosto
y el alegre tintineo de las
sonrisas infantiles.
Sólo por vosotros,
sólo por vosotros,
el mundo conserva sus colores,
sus aromas,
dos o tres corales no blanqueados,
cierto número de árboles
que aún mantienen
la costumbre de florecer en primavera
y la pureza incorruptible
de cada nuevo amanecer.
Explotar, explotar, explotar,
y desgajarme como un higo abierto
o un tomate partido por la mitad,
para que tú me untes
sobre el pan moreno de tus nalgas,
tersas y aromadas.
Y vaciarme para siempre en la nada,
reverberando sincopadamente en el espacio
antes de disolverme en una nube
de gas y polvo,
acordes, armonía,
risas femeninas,
tormentas de agosto,
cortinas de polen y plancton
y aromas de almizcle y ambrosía.
Las últimas ondas en el estanque.
Y, finalmente,
nada.
Autor: José Antonio López Ramos.
