A este lado del atlántico, en tu tierra natal, las cosas parecen no haber cambiado tanto desde que el amigo Jean-Paul Sartre nos dejó hace un cuarto de siglo. Hoy, cuando se cumplen cien años de su nacimiento, el país entero le homenajea tan obsesivamente como a Cervantes en España (o a Dalí en el 2004).Con goloso morbo leo en un diario los patéticos resultados de una encuesta realizada a diversos intelectuales sobre los diez libros más influyentes de la cultura francesa. Sorprendentemente, no se cuenta con ni una sola obra de Sartre. Muy sintomático de nuestra época, sin embargo. Todo lo rige lo políticamente correcto, incluso hasta el acto de borrar el eterno cigarrillo de entre los dedos de Sartre en la portada del catálogo de la exposición que organiza actualmente la Biblioteca Nacional de París. También descubro horrorizado que bautizaron una plaza a nombre de Sartre y Beauvoir, a modo de matrimonio de conveniencia, quizá por aquello de mantener las composturas de lo socialmente bien visto.
¿Qué queda hoy de su recuerdo, si no la infidelidad del mito?. Rememorarle como autor antes que filósofo se me antoja un error. Uno de sus libros capitales, La náusea, tarda tropecientas páginas en arrancar -si es que acaso cuenta algo-, pero al menos no ha envejecido tan mal como su obra teatral. El intelectual ha acabado ensombreciendo al escritor. No en vano abominaba de las ediciones de bolsillo, tan en boga ahora para honrarle, argumentando que si aún así sus ideas llegaban a las clases bajas, sino que encima se desarrollaban corrientes de lectura entre los burgueses que él tanto detestaba.

Su tan anhelada inmortalidad como literato se tornó con el tiempo en estudiado olvido. Siempre a la contra y nunca a favor de nada, Sartre se ganó a pulso la larguísima lista de enemigos que hoy le denostan, aunque quisiera con ello llamarnos la atención sobre la paranoia social, todavía anclada en el mundo –El infierno son los otros, dijo en A puerta cerrada (1944). en cuanto que somos lo que los demás ven en nosotros-; nos convidó activamente al compromiso, porque el hombre es responsable de lo que hace y de lo que no; luchó contra los dogmas del determinismo y conforme a una anarquía y una autonomía crítica, prefiriendo antes el desorden y la rebeldía antes que la injusticia acomodada en el sillón del conservadurismo.
Se le acusó por todo ello de ser un anti humanista. Nada más lejos de la realidad, el existencialismo sartreano nos exonera de cualquier autoridad ética fuera de nosotros mismos, advirtiendo que de nada sirve esa tan ansiada libertad individual si no existe la colectiva. Mas, si por una parte se jactaba de las falsas democracias imperialistas- ¿EEUU “tierra de libertad”?-, por otra parte era capaz de hacer oídos sordos al auge del nazismo en 1933, quitarle hierro a las purgas estalinistas o recibir hasta tres amenazas de bomba por defender la guerra de Argelia.

Aquí, en una terraza del bar Les Deux Magots, voy libando de un café au lait por el que probablemente me cobrarán el ojo del culo. Pienso de paso en la tan cacareada afición al vodka de nuestro amigo, hasta el punto de que entre los más de cincuenta mil asistentes a su funeral quienes más le lloraran fuera el gremio de camareros de París. Sartre no ocultó jamás sus debilidades, al contrario. Ni su pasado pugilístico, ni su adicción a las anfetas durante más de treinta años, ni sus crueles palabras contra Foucault o su colega Camus, con quien fundara -sin éxito- el Agrupamiento Democrático Revolucionario, de corte marxista. Ni siquiera su amplia colección de amantes, que incluía alguna discípula lolita a la que cuidaba como a una hija adoptiva y con la que acababa consumando sus fantasías incestuosas de viejo verde (así lo confiesa sin rubor alguno en Los secuestrados de Altona y Les mots). Su exacerbado narcisismo le llevó a rechazar el premio Nobel de literatura por aberrar de toda institucionalización cultural.
Para Sartre, cualquier ideología oprime la ignorancia de las gentes y les nubla su propia posibilidad de elección. Para el filósofo, no existe separación entre acción y pensamiento. Eso es algo hoy muy discutible. La masa sólo se manifiesta para erigir un NO por única respuesta, y escoge limpiarse la consciencia invirtiendo unos euros en los objetivos de una ONG, sin apenas introspeccionarlos en sí mismos como un deber inalienable. Si Sartre aún viviera echaría pestes de la constitución europea por ser un producto político del capitalismo tan bien asentado sobre los hombros de la ciudadanía, sea cual sea su responsabilidad en todo esto. Por su radical nihilismo se negaría rotundamente a dar ejemplo con su voto electoral.

A Sartre le lloverían hoy tantas collejas como balas en Irak, pero tenía bien asumido su papel de mosca cojonera. Tal y como observó Françoise Sagan, Jean-Paul Sartre prefirió ser utilizado, engañado e insultado a ser indiferente. Era muy consciente de que la vida humana comienza siempre en el extremo de la desesperación (Las moscas, 1943). Pero ¡ay!, mucho me temo, amigo Camille, que el grito de Sartre se queda hoy en pataleta y pucherito. En nuestro pragmático y materialista presente, el ideal anarquista ha sido absorbido por el sistema. Si el sentido original era el de creer que el hombre no puede / no debe imponer su poder sobre otros hombres sino sobre los objetos, hoy el hombre está considerado un objeto más, un medio a través del cual conseguir un fin, que no es otro que la riqueza.
Es curioso. Leí hace poco que así como el Vaticano había prohibido sus obras por acusar a Dios de impotencia ante los males individuales de cada alma -Sartre hubiera sido un psicólogo cojonudo, ¿no te parece?-, nuestro pequeño gran amigo tenía buena opinión de un personaje como Jesucristo. En una entrevista que cacé en internet, Sartre le describía como alguien que quiso recuperar su objetividad y el control de su existencia por medio de su propia subjetividad, y que por exigirla para sí fue ajusticiado. Igualito que Sartre. ¿lo ves?.

El hombre es más que proyecto, es el conjunto de sus actos. Sartre fue tan contradictorio como lúcido en su trasunto humano. Entró en el mundo como un elefante en una cacharrería (Estoy solo, pero camino como un ejercito que irrumpiera en una ciudad, cito de La náusea), pero tras su muerte se diluyó en el silencia como el pedo de una mosca. Según Sartre la tarea de todo intelectual es la de escribir parta su época, no para el futuro, porque fuera de su tiempo aquel pensamiento hecho en voz alta para cambiar las tornas del presente ya no tendría sentido. Excepto si nada cambió todavía, entonces es necesario echar la mirada atrás y oír con mayor atención a quienes le ningunearon con total desprecio. Que los muertos siempre tienen algo que decir. Como Sartre, que en paz descanse -por fin-. Un abrazo.
Por Ivan Sánchez
