El moderno Flautista de Hamelin

Olvidad todas las mentiras que os han contado hasta ahora. El Flautista de Hamelín si existe. Aunque no es exactamente como se lo imaginan y, además, hay más de uno. Esta es la crónica de cómo llegué a tamaño descubrimiento y debo añadir para mi descargo que ojalá aún permaneciese en la supina ignorancia de tal hecho y no lo hubiese descubierto nunca. Pero mejor será que empiece desde el principio que es como suelen empezar las buenas historias. Desde que tengo uso de razón ha habido una pregunta que me ha intrigado hasta la desazón y que ni siquiera en mi ya entrada edad adulta he conseguido resolver. Esta pregunta es cómo es posible que nunca se haya tenido noticia sobre un suceso trivial en apariencia pero al mismo tiempo tan opaco para la opinión pública. Este hecho es que jamás a salido a relucir la noticia de que nunca haya aparecido una rata en “El Corte Inglés”. 

Me refiero, como ya habrán adivinado los avispados lectores, durante sus horarios de atención al cliente. Resulta muy difícil de creer tras décadas de permanencia de esta magna institución comercial entre nosotros. Por tal motivo decidí investigar por mi cuenta. Empecé recorriendo todas las hemerotecas y bibliotecas públicas de la gran ciudad. Y ¿os lo podéis creer? No encontré ninguna referencia escrita en absoluto. Pero lejos de desanimarme por ello, de repente, recordé que ya estamos en pleno siglo XXI y que, por lo tanto, mi fallo consistía en no buscar la información en el sitio adecuado conforme a los nuevos tiempos. En nuestra época tan tecnológica el simple hecho de buscar documentos en formato papel queda un tanto “retro”. Así que dirigí mis nobles ansias de conocimiento hacia el Google y la Wikipedia. No sin avergonzarme primero de no reparar desde el principio en tamaños logros de la actual humanidad.

Me puse manos a la obra y durante una semana me convertí en el Cibernauta más freaky que el mundo ha visto nunca. Por ello no puedo describir cuál fue mi sorpresa tras constatar que tampoco así conseguí la información tan anhelada. Llegado a este punto muerto me planteé dos alternativas. La primera: volverme adicto al Prozak, el ansiolítico de moda. De rebote, si lo divulgaba ente mis círculos conseguiría pasar por una persona sofisticada. Al final logré rehuir esta fácil tentación y me decanté por la segunda y, tal vez, más cansina alternativa. Me armé de valor y me dirigí a las redacciones de los principales periódicos, revistas y publicaciones ilustradas de la gran ciudad. Tras pasar por los filtros habituales me entrevisté con varios de los directores y redactores jefes de algunos de los principales medios escritos de nuestra hermosa urbe. Y por tercera vez los resultados obtenidos no se ajustaban a mis expectativas. La triste realidad consistió en que conseguí acumular muchas más entrevistas que respuestas.

Al principio parecía que todo iba a ir bien. Los directores o jefes de redacción me recibían con una cálida sonrisa de oreja a oreja. Y lo cierto es que conseguían mantenerla hasta el preciso instante en que, tras los obligados 10 minutos de charla social, les formulaba la fatídica pregunta objeto de mi investigación. Momento que parecía la caída de Troya tras 10 largos años de asedio por parte de los aqueos. Ahí se les congelaba la sonrisa en la cara y adquirían un sem-blante de marmórea seriedad que infundía respeto. En tono circunspecto acortaban la entrevista y me despedían tras la primera excusa razonable que conseguían formular. Así llegue hasta la décima entrevista frustrada. Momento en que decidí plantar cara y coger el toro por los cuernos tal como se suele decir en estos casos. El onceavo entrevistado era nada menos que el director de una importante revista satírica de aparición semanal de la que no mencionaré el nombre ya que así se lo juré a susodicho director. Esto fue a las 6 de la tarde de un día laborable que siempre cae en medio de la semana.

En esa ocasión dejé a un lado todas las formalidades y convenciones propias de mi tintinesco oficio y le espeté sin más consideración algo muy aproximado a lo que sigue. “Sr Director de la Revista tal: voy a formularle una pregunta muy incómoda y comprometida que usted no querrá responder. Su lógica reacción tras su negativa a mi pregunta será la de ponerme una excusa mucho más socorrida que convincente tal como ya me ha pasado con sus colegas de profesión.Para evitar que esto se repita, en esta ocasión lo haremos al revés. Usted primero me responderá a la pregunta con total honestidad por su parte sin excusa alguna. Después le prometo que le prestaré 10 minutos de mi tiempo para que usted se justifique exponiéndome todas las excusas que se le ocurrirían para no contestarme”. A estas alturas debo reconocer que yo mismo me sorprendí por mi osadía. Lo primero que cruzó por mi mente en aquel preciso momento fue que el director de la revista llamaría de inmediato al vigilante de seguridad que había visto en la recepción de la editorial.

Y de paso se ahorraría la molestia de darme una excusa. Para mi sorpresa me respondió con todo lujo de detalles. Jamás se sabrá si un día apareció en una de las plantas de “El Corrte inglés” una rata y ni tan siquiera se tendrá noticia de que lo haya hecho una triste cucaracha. El motivo no consiste en que no las haya en el interior de alguna planta de sus magnos edificios ni que sean tan pulcros que ni las ratas se dignen en no aparecer por respeto. El verdadero motivo de que no vean la luz tales noticias si las hubiere consiste en el temor que inspira a toda la Redacción una siniestra figura que en el argot periodistico se la conoce como “El Flatuista de Hamelín”. Al interrogarle sobre quién ostenta tan terrorífica personalidad, el director del semanario me respondió que no se trata del clásico protagonista de la famosa leyenda medieval sino que es alguién bien real y bien próximo a todos nosotros. Es nada más ni nada menos que el Director de Publicidad de “El Corte inglés” y que, además, gasta muy malas pulgas. Sobre todo, cuando algún incauto periodista intenta investigar sobre los trapos sucios de la cadena de tiendas del “El Corte inglés”.

“El Corte inglés” es una de las principales empresas que exponsoriza nuestra revista, -explicó el Director-, y tiene contratada una de las primeras plantillas fijas de espacio publicitario donde exponen su propaganda comercial. Lo mismo ocurre con otras grandes empresas que también colaboran financieramente en ese mismo apartado. Ninguna de tales empresas está dispuesta. bajo ningún concepto, a tolerar cualquier crítica, chiste gráfico o comentario ofensivo que dañe su propia imagen corporativa. Llevado por un repentino arrebato de confianza y sinceridad, el Director del semanario me confesó una terrible anécdota que incluso hoy en día le produce escalofríos y le hace temblar las piernas de forma convulsiva. Me explico que ya hace varios números atrás de su revista, a uno de sus colaboradores en nómina se le ocurrió la “genial” idea de publicar un chiste gráfico en contra de “El Corte inglés”. Su contenido se refería al abuso de los horarios comerciales en días festivos a los que esta poderosa corporación comercial somete a sus empleados.

Todavía maldice el día en que lo autorizó. Tras su publicación no pasaron ni tres días cuando el Director de Publicidad del Corte inglés en aquella fatídica tarde irrumpió voz en grito y sin previa cita en la Sala de Reuniones de la Editorial. Donde hallábanse reunidos el Consejo de Redacción en pleno. Reventando la puerta de la sala a patadas más que llamando y con el semblante enrojecido por la ira y la indignación, les lanzó una terrible filípica de dimensiones homéricas. Y lo mas asombroso del caso es que mientras lo hacía logró mantener en su rostro y durante todo el rato la misma expresión de justificada indignación. Es decir: la misma cara que se le puso a Taras Bulba cuando uno de sus oficiales le comunicó que a su hijo mayor no solo lo habían visto confraternizar con el enemigo sino que, además, estaba saliendo con una aristócrata polaca. “El Corte inglés” es uno de nuestros principales exponsors”, -continuó el Director-, en un tono exasperado. “Tienen contratada una de las principales plantillas de publicidad con las que se financia nuestra revista y no podemos permitirnos el lujo de perderles. Si les contrariamos retirarán su espacio publicitario con su consecuente pérdida de ingresos.”

Me quedé atónito tras oir sus explicaciones. No podía dar crédito a mis oidos. Oculta pero no extinguida hoy enseñaba su juego la vieja astuta censura. ¡Otra vez ell!a! exclamé en mi interior. Tras 35 años de democracia se presentaba con un nuevo difraz en nuestos tiempos. No acabaron aquí las sorprendentes revelaciones. El director me contó que todas las otras empresas que tenían contratada su publicidad con la revista también tenían su propio flautista de Hamelín y que, además, le imponián las mismas severas reglas y restricciones. ¡Los muy copiones!. Aparte el hecho de que la mayoría de sus guionistas y dibujantes fueron jóvenes en los 80 y ahora tenían mujeres e hijos menores de edad a su cargo.

Estas responsabilidades familiares les impedían darse el lujo de tales actos de valor. No era mucho mejor la situación de los pocos colaboradores solteros y/o sin hijos menores que mantener. Bien era cierto que, de cuando en cuando, se le acercaban con cara de corderito degollado y la misma mirada temerosa de Oliver Twist aquella nefasta noche en que se atrevió a pedir más ración de comida en su rural hospicio para huérfanos. Pero aún con esa respetuosa y sumisa actitud nada les garantizaba la aprobación por parte del director a la hora de autorizar sus temerarios trabajos. Antes de abandonar su despacho, el director me hizo jurar que en caso de publicar un artículo o reseña sobre este espinoso asunto jamás revelaría el origen de mis fuentes. Así lo hice y me marché desolado de su Editorial.

El resto de la tarde de aquel fatídico jueves transcurrió preso de la más amarga melancolía y la más negra amargura. Jamás tendría noticias sobre la aparición de una rata en El Corte inglés.Solo me quedaba el consuelo de la imaginación. Visualicé la escena de la irrupción de una rata en medio de una planta comercial infestada de clientes en hora punta con la inevitable escena de pánico de efectos hilarantes. Soñé despierto imaginando a la mitad de esos ocasionales clientes subiéndose a las mesas de esa planta y a la otra mitad trepando por los expositores comerciales. Pero me di cuenta al instante de que jamás sabría a ciencia cierta si tal escena ha llegado a producirse alguna vez en la realidad. A falta de pruebas empíricas que corroborasen tales sucesos, tan solo podía basarme en mis propias intuiciones. Y la amarga realidad es que así no iba a engañar a nadie. No es con corazonadas ni con intuiciones sino atendiendo a los hechos concretos y a las evidencias físicas como se redacta y se publica un artículo periodístico de investigación. Tan solo tenía a mi favor la firme voluntad de exponer mis dudas y sospechas razonables negro sobre blanco en una redacción periodística con la esperanza de que viera la luz y, por lo menos, se crease una cierta polémica sobre el tema.

Pero muy poco duraron tales esperanzas. No tardé ni 30 segundos en caer en la cuenta de las nuevas dificultades que este anhelo me reportaría. Ahora tenía un segundo problema. Cuando presentara mi artículo a cualquier redacción de periódico o revista su director o el Editor esgrimirían en mi contra la siniestra figura de los varios Flautistas de Hamelin que patrocinan sus medios a través de la contratación de espacios publicitarios. Y tras su rotunda negativa me largarían de sus despachos con la primera socorrida excusa que les viniera a la mente en esos momentos. No podría, pues, publicar mi polémico artículo en ningún medio escrito. Desesperado como estaba, descubrí por segunda vez que mi salvación estaba en Internet. Podría publicar mi reseña en algún Blog o página Web informativa, pero, eso sí, bajo el más estricto anonimato que las circunstancias requerían. Al menos en esos medios digitales no tendré que oir la peligrosa música de la mortífera flauta de ningún moderno y eficaz Flautista de Hamelin. Como periodista cibernauta podré viajar sobre las aguas virtuales sin que me alcance la oscura sombra de la vieja, pero aún activa censura.

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